
El Estadio Azteca no es sólo cemento y tribunas: es una máquina del tiempo donde el fútbol se volvió mito y la Ciudad de México, escenario. Desde que se inauguró en 1966, el Coloso de Santa Úrsula se transformó en casa, altar y vitrina: hogar del Club América y de la Selección mexicana, y testigo de convocatorias multitudinarias como la pelea de Julio César Chávez vs. Greg Haugen, con la presencia de 130.000 fanáticos.
Allí se escribieron finales que quedaron pegadas a la memoria colectiva. En 1970, Brasil se proclamó campeón ante Italia con Pelé como faro del fútbol mundial; en 1986, Argentina y Diego Maradona – con el brillo de un astro incandescente – entregaron al fútbol dos escenas imposibles: la mano que indignó y el gol que deslumbró, ambas genialidades en un mismo partido que pasó a la historia. El Azteca es, por derecho, el estadio que vio a dos de los equipos más grandes de la historia del fútbol ganar la Copa del Mundo.
La historia del Azteca es también una narrativa de pasos cambiantes: su capacidad llegó a superar las cien mil personas en sus viejas disposiciones —esa cifra de público que hoy suena a leyenda— y, tras sucesivas remodelaciones, su aforo total suele oscilar en torno a los 80 y 90 mil espectadores. Más allá de los números, lo que no cambia es la sensación: entrar al Azteca es caer en una olla a presión de pasión, con la ciudad extendiéndose a su alrededor como un telón interminable.

Con la nueva intervención, de cara al partido inaugural del Mundial 2026 – entre México y Sudáfrica, el 11 de junio -, el Azteca tendrá una capacidad cercana a los 90 mil espectadores, con zonas vip, pantallas led dentro y fuera del estadio y, por segunda vez en su historia, contará con un campo de juego híbrido.
El nuevo capítulo del Azteca será histórico: al ser una de las sedes del Mundial 2026 —y con el partidos inaugural programado allí— pasará a ser el único estadio en albergar tres ediciones de la Copa del Mundo masculina (1970, 1986 y 2026). Es una marca que mezcla orgullo patrio, peso simbólico y la certeza de que ciertos recintos trascienden su temporada: son historia, presente y testigos directos de la pasión deportiva más grande del mundo.

La Ciudad de México es la partenaire inseparable: el Azteca no vive aislado, funciona como un nodo emocional. El trayecto hasta el sur de CDMX, la multitud en los alrededores, las plazas con vendedores y las fachadas plagadas de escudos son parte del relato. Cuando el estadio ruge, la ciudad pulsa más fuerte; cuando calla, el barrio lo recuerda en murales y relatos de bar. Esa relación es también lo que explicará por qué 2026 no será sólo un torneo en un escenario: será un retorno a la casa que vio nacer historias que ya son del mundo.
Si el fútbol es una historia, el Estadio Azteca es una de sus páginas más maravillosas: finales, goles imposibles, estadios llenos hasta el absurdo. En 2026, con su tercer Mundial, el Coloso de Santa Úrsula volverá a demostrar que los estadios pueden ser memoria activa —lugares donde la ciudad y el deporte se encuentran para producir otra vez leyenda. Y en esa conjunción está la razón por la que el Azteca no se limita a alojar partidos: los provoca.
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